Por: Paco Herrero Azorín.
Adjetivar la educación como social era una idea esperanzadora. Ampliar el imaginario de lo que es la educación más allá de la escuela, de la enseñanza impartida, evaluada, sufrida e instrumentalizada, es algo necesario para una propuesta consistente de vertebración social.
La sociedad está atravesada por procesos complejos, conflictos y dialécticas que nos definen como comunidad y como personas y que producen las diferentes situaciones y contextos en los que operamos conciliando deseos y necesidades para vivir en bienestar y en responsabilidad.
Todas las personas hemos experimentado que no es fácil transitar por estas situaciones sin caer en trampas, sin descompensarnos hacia el lado del poder, y sin reproducir aquello que incordia. Todas hemos tenido la experiencia vital de lo que supone ese aprendizaje individual y colectivo, ensayos y errores, cooperación y antagonismo, acciones y reacciones, toda una dinámica de participación, más o menos consciente, que nos ubica frente al espejo y frente a las demás. También sabemos que hay miles de saberes populares, prácticas de cuidado y de apoyo mutuo, historias de resistencias y anhelos compartidos. Cuerpos en juego que han servido para habitar los momentos colaborando con la vida.
Pero más allá del territorio de la poesía y de la proclama militante, sí que se echa en falta en muchas ocasiones una pedagogía, una pedagogía del cuidado, una educación social que alfabetice en este quilombo, que minimice riesgos. Una pedagogía y una educación que dé y reciba herramientas para preservar lo nuestro, y que ayude al bienestar colectivo.
Una educación social que se haga fuerte defendiendo que los aprendizajes y las enseñanzas más importantes están en la comunidad, que apoye a la sociología situada como la única escuela que puede posibilitar que no se dé una disociación contraproducente entre lo que se necesita para vivir y la manera que tenemos de pensarnos. Una educación social que sirva para poner el cuerpo en reconquistar la materialidad de la vida.
Pues bien, todo esto, que puede parecer difuso pero que seguro resuena en algún lugar de la experiencia, está desde hace mucho usurpado.
Como siempre, las propuestas reduccionistas son las que tienen más visos de triunfar. Se tuvo la gran idea de sintetizar parte de todo esto en una profesión, aliarse con la academia, buscar el reconocimiento y cambiar el panfleto por el manual. Cambiar la vivencia por la ciencia y, como todo lo que aspira a ocupar un lugar en lo hegemónico, abrirse a la posibilidad de negocio.
Y el devenir de un oficio que podría haber cristalizado las ricas experiencias de educación popular de América Latina o ser heredero de las potentes prácticas de educación de calle que se dieron en los barrios obreros de las ciudades de Centroeuropa, se termina fosilizando en un beneficio que, antes de ser, ya está reproduciendo aquello de lo que debiera ser antítesis.
Y si la educación social era la esperanza de la desinstitucionalización de la educación, testigo y altavoz de que mucho de lo importante de nuestra época (como por ejemplo, los procesos migratorios, la violencia patriarcal, el adultocentrismo, el individualismo y la fragmentación social, la participación de la niñez, la explotación de los ecosistemas, etc.) precisaba una acción social y pedagógica insertada en el cuerpo social y atravesada por la complejidad del mismo, la profesión la ha llevado al lado contrario.
Ahora parece que no se puede hacer educación social sin título y sin empleo, sin organización y sin programa, sin marco legal y sin reconocimiento institucional. Algunos ya pensamos que es grave que el saber se sirva con menús insípidos, que la educación sea instrucción en tantas cosas. Pero que la posibilidad de pensar y pensarnos en lo social, de accionar las posibles resistencias, participe de una dimensión productiva y organizada desde lo hegemónico implica una derrota que deja muy poco espacio a la gente. Y duele.
El alma a los pies cuando los y las educadoras sociales hablan de perfiles y no de personas, “yo con diversidad funcional“, “yo con menores”, “yo con mujeres maltratadas”, “yo con inmigrantes”…
Personas que tienen un bagaje personal menor que los perfiles que aspiran a atender ya están fragmentando la sociedad en categorías de negocio. Empleos y leyes que supuestamente debieran vertebrar desde lo público el Estado del bienestar dejan el amparo social de lado para promover itinerarios de inserción hacia lo hegemónico. Itinerarios diseñados y dócilmente implementados por los educadores y educadoras sociales que son liberados del lastre de la transformación social con el encargo. Y lo que pudiera haber sido no es, al menos en el contexto español que conozco bien.
La mayoría de los y las estudiantes de educación social tienen asumido ya que su trabajo va a consistir en aplicar normativas, mantener la distancia óptima que define la institución para conciliar la dimensión de usuario, de persona vulnerable y de cliente. Un lugar desde donde establecer una relación educativa que sea funcional para el centro de turno y que permita una intervención extractiva que pueda estandarizarse con indicadores y resultados esperados. Sin lugar para el encuentro humano, o peor, un encuentro y una afectividad instrumentalizada al servicio del cumplimiento de las normativas y de los objetivos institucionalizados de los proyectos.
Así lo que pudo ser una herramienta de transformación social se ha convertido en un trabajo a tiro fijo que no tiene vergüenza de llamarse intervención, adoptando la nomenclatura quirúrgica y cuasi bélica de quien interviene desde el lugar de la sabiduría, sin participarse de la situación, porque el problema, como la enfermedad, la tiene el otro/a que me debe las gracias e indirectamente el salario.
Los conceptos de acompañamiento, de deriva compartida, ese caminar juntas al no lugar, el habitar la convivencia como manera de tejer lazos sociales y entrenar estructuras cada vez más complejas y eficientes de cuidado y apoyo, quedan desterrados en no pocas ocasiones de la práctica de la educación social. Parece que el devenir es poco profesional.
Y entonces observamos como tenemos absolutamente enajenada la herramienta, privatizada y fuera del sentir común. Vemos la demanda de los colegios oficiales de educadores pidiendo que se reconozca la profesión en todas y cada una de las estructuras públicas de intervención, educadores sociales en colegios, educadoras sociales en cárceles de “menores” y educadoras sociales en pisos tutelados. Educadores y educadoras sociales en marcos de encierro que normalizan y que no entran en conflicto con los fundamentos de lo que debiera ser el desempeño de la profesión porque el robo está consumado. Se da una fusión consolidada entre el trabajo y la estructura institucional que ocupa de manera que cualquier desviación es motivo de despido.
Incluso en la escuela ilustrada, aun con todas las injerencias que ha sufrido del poder económico y político, ha logrado defender eso de “libertad de cátedra”. Un o una profe puede hacer suyo el marco institucional en su aula y jugar la fantasía de subvertirlo. Pues en la educación social no.
Se da la paradoja de que trabajar/intervenir en un contexto más flexible y práctico en vez de facilitar la creatividad y multiplicidad de maneras y opciones hace que el desempeño profesional sea rígido, normativo y muerto, de manera que la libertad inspira y expira, pero nunca acontece. Y quizá mi anhelo de que educación y libertad sean siempre pareja de hecho sea exagerado, pero no lo es menos que un/a educador/a y un carcelero/a puedan ser la misma persona.
Seguir el rastro de la usurpación y la huella de la esquilmación sería largo, pero no quiero acabar sin nombrar, de entre los muchos elementos que han extirpado la educación social de lo popular en el contexto español, a la Ley Orgánica 5/2000, de 12 de enero, reguladora de la responsabilidad penal de los menores, de la que ya celebramos su veintiún cumpleaños. Esta ley, además de posibilitar las atrocidades de maltratos en centros y de rentabilizar el negocio del conflicto con la infancia en lo que devienen en cárceles de niños y niñas, fue muy importante como acción pedagógica del poder.
Logró convencer, con ley en mano, que la represión y la educación no son antagónicos, que se puede reprimir educando y educar reprimiendo, y que además eso es justo lo que necesitan las personas que tienen cosas que aprender y comportamientos que modificar. Así todos y todas las adolescentes, y todos y todas las personas empobrecidas en general (porque por algo están en exclusión) pueden recibir palos. Privación de derechos, por su propio bien. Y esto cada vez está más replicado, empieza a ser paradigma consolidado.
Centros de reforma muy parecidos a centros de protección, y éstos muy parecidos a los centros especiales para la chavalería migrante, y todos muy parecidos a los pisos tutelados de mujeres que han sufrido malos tratos. Y los regímenes disciplinarios de las escuelas también parecidos a todo lo demás…Y se ha normalizado que la educación se hace solo en estructuras que garantizan salarios y en las que los y las educadoras no tienen competencias de gestión.
Por otro lado, multiplicidad de situaciones sociales que precisarían amparo y presencia, investigación y acción para que evolucionaran a una mayor potencialidad para el bienestar, cada vez más desamparadas. Sin valor para lo público, erosionadas y desertificadas a conciencia para que el mercado se expanda a su antojo.
Urge recuperar el espacio social y la comunidad como marco de participación y convivencia. Esto no contradice que haya ciertas competencias que encarnen ciertas personas, pero solo con cuerpo y presencia en los espacios en los que acontece la vida podrá ser verdaderamente educación social.
Y para ello no podemos dejar de cuestionar el marco enlatado que hemos normalizado y que desactiva la potencia transformadora de la educación a la que sirvo, y a la que, por suerte, aún servimos muchas.
(*) Paco Herrero Azorín. Educador Social. València
https://blog.pacoherreroazorin.com/