* Marta Martínez y Lorena Cabrerizo
El pasado mes de julio se publicaba en el diario El País una noticia sobre una niña de 9 años que, tras dos años de denuncias por abuso sexual contra su progenitor, obtuvo una grabación en la que éste reconocía dichos abusos.
El relato que ofrece el diario (independientemente de las valoraciones finales sobre la culpabilidad del padre en este caso concreto, que decidirá un juez) presenta algunos de los inquietantes y dolorosos problemas que se presentan a la hora de luchar contra la violencia hacia la infancia en nuestro país. Especialmente cuando ésta proviene de un familiar o de una persona cercana al propio niño o niña.
Uno de ellos es asumir que niños y niñas mienten por sistema, o que no son testigos creíbles. Mientras que en cualquier juicio penal el testimonio de una testigo y/o víctima tiene un peso fundamental en la decisión judicial, en el caso de los niños y niñas demasiadas veces (incluso con pruebas físicas que avalan el delito, como parece ser el caso) este testimonio es puesto en cuestión y desestimado. Son pocos los estudios en España que hayan analizado en detalle la veracidad de los testimonios infantiles en caso de abuso, sin embargo el Centro Reina Sofía para el Estudio de la Violencia (por cierto, cerrado por el Gobierno de Alberto Fabra en el 2011) analizó en 2004 la credibilidad de un centenar de testimonios de menores de edad en procesos judiciales y concluyó que el 80% de los niños víctimas de abuso sexual no mienten (y que cuando lo hacen, en su gran mayoría, es inducido por un adulto).
Siguiendo el relato de la noticia, llama también la atención cuál es la valoración que se hace de otros testimonios y pruebas. Se menciona que el padre, delante de la policía y ante la negativa de la madre a entregar a la niña dentro del régimen de visitas dice: “prefiero verla muerta a no verla porque esto ya es insoportable”. Ante esto, cabe preguntarse de forma honesta si ¿de verdad se ha tenido en cuenta el interés de la niña en este caso? No olvidemos que el derecho a estar en contacto con ambos padres es un derecho del niño (de la niña en este caso) pero sólo en su superior interés. Darle la vuelta a este derecho de visita y situarlo únicamente como un derecho de los padres (del padre en este caso) es, como poco, una desafortunada interpretación legal.
Ante situaciones como esta, la comparación con otros tipos de violencia basada en las desiguales relaciones de poder es tentadora: ¿Cuál sería la reacción social y política si a las victimas adultas de violencia de género se les sometiera a este recelo sistemático y se diese por sentado que, hasta que se demuestre lo contrario, pudieran estar propagando falsos testimonios? ¿O si después de una amenaza de muerte en público tuviesen que volver a convivir con su pareja por orden del juzgado? ¿Qué impacto tendrían estas prácticas en las propias víctimas, en su capacidad de denunciar o, en general, en las políticas contra la violencia de género?
Ojalá este caso, especialmente si se confirma este tremendo error que ha hecho que una víctima estuviese en contacto con su abusador durante dos años con el beneplácito de la autoridad, sirva para profundizar de forma urgente en la necesidad de protección contra toda forma de violencia hacia las niñas y niños. Sirva para aprender que la capacidad de actuar de los niños para protegerse por sí mismos (que la tienen) pasa por otorgarles la razonable credibilidad que merecen. Y sirva, también, para reforzar y ampliar una legislación que, como fue necesario en el caso de la violencia de género, proteja de manera específica a víctimas en especial condición de vulnerabilidad: las niñas y niños.
Ya en 2010 el Comité de los Derechos del Niño de Naciones Unidas (que se encarga de velar por el adecuado cumplimiento de la Convensión sobre los Derechos del Niño, 1989) solicitó a España que “se apruebe una ley integral sobre la violencia contra los niños parecida a la relativa a la violencia de género”. Algún paso importante se ha dado con la reforma de la Ley de Protección Jurídica del Menor de 2015, en aspectos como el derecho a ser escuchado o en la definición del interés superior del niño, pero es insuficiente. La petición de una ley integral de protección contra la violencia se ha convertido en una de las banderas de muchas organizaciones que trabajan por la infancia y comienza a aparecer en algunos programas políticos. Ojala el trabajo pendiente en la próxima legislatura (aún sin fecha definida) tenga la suficiente capacidad de mirar a estas víctimas, especialmente vulnerables, con la atención y las peculiaridades que se merecen.
* Evaluadoras y cofundadoras de Enclave, Evaluación y Enfoque de Derechos