Por Casilda Cabrerizo Sanz (*)

Quizá es la falta de justicia que caracteriza a la sociedad contemporánea la causa de que hayamos tenido que adjetivarla. Hoy hablamos de justicia social, justicia alimentaria, justicia medioambiental o justicia espacial, entre otras. De esta última me voy a referir en este post, aunque cualquier lector avezado y sensible entenderá que todas estas justicias están estrechamente vinculadas, es decir, una lleva a la otra y así sucesivamente, están concatenadas. Porque, en definitiva, la justicia es justicia por sí misma.

La producción de justicia e injusticia espacial se da en todas las escalas territoriales, desde la global a la local, pasando por la regional. Observamos desarrollos socio-geográficos desiguales tan asentados como la dicotomía Norte-Sur, que se reproduce a escala planetaria, regional, estatal o metropolitana, o segregaciones espaciales por razones de raza, nivel económico o sexo en nuestras ciudades, barrios o incluso escuelas.

Abogar por una distribución espacial plenamente justa, igualitaria, puede resultar excesivamente irreal o utópico. Siempre habrá localizaciones algo más ventajosas que otras. Sin embargo, esta diferenciación puede tener escasas repercusiones para la vida, incluso ser utilizada de forma voluntaria (como hacen los ricos para autosegregarse en urbanizaciones cerradas e inaccesibles), o tener unas consecuencias dramáticas para las personas y las poblaciones, claramente injustas y discriminatorias, cuando son impuestas desde arriba en base a una ideología que prima los privilegios de unos pocos frente al desarrollo social, económico y cultural igualitario y distribuido.

Pero, ¿a qué responde la producción de justicia o injustica espacial? El geógrafo Edward Soja en su libro “En busca de la justicia espacial”, recientemente publicado en español por Tirant Humanidades (Soja, 2014), nos dice que la producción y reproducción de geografías injustas responden tanto a geografías de poder sobreimpuestas o exógenas, que mediante potentes estrategias espaciales buscan el control territorial y social, la dominación cultural y la explotación económica, como a decisiones tomadas desde lo local o endógenas, que tienen que ver con cuestiones cómo la localización de las cosas, el modelo o política que se elige, o el diseño urbano que se planifica. Nuestras ciudades están llenas de geografías injustas, resultado de imposiciones ideológicas externas y globales y de ordenaciones territoriales más locales pero diseñadas desde arriba.

Hay un lugar al este de Madrid donde se explicita esta relación entre espacio y justicia o entre el derecho y el dónde. Es la Cañada Real Galiana, un asentamiento marginal de más de 15 kilómetros de longitud sobre la vía pecuaria donde se solapan los efectos de fuerzas de poder exógenas, como la sacralización de la propiedad privada o la valoración del precio del suelo por las libres operaciones del mercado, con las consecuencias de decisiones locales o endógenas tomadas por políticos y técnicos municipales, más o menos bien intencionadas, sobre la localización de equipamientos e infraestructuras, pero también sobre discrecionalidad e indiferencia administrativas. Tiene mucho que ver con su carácter de dominio público que, en un contexto de ciudad capitalista donde el valor de la propiedad privada se impone reduciendo exponencialmente la propiedad común, es usurpado por parte de personas sin recursos que, movilizados por la necesidad de vivienda, encuentran en él un lugar de oportunidad y refugio para la vida.

Amplio es el debate sobre el derecho (o no) que tienen los habitantes de Cañada (en torno a 10.000) de permanecer allí. Se dice incluso que están movidos por cálculos de rentabilidad o especulación. Sin embargo, los datos socioeconómicos que conocemos de Cañada (procedentes de un informe elaborado por la Fundación Secretariado Gitano a partir del Censo de Cañada Real realizado por el Municipio de Madrid en 2011) la sitúan, más bien, en un estado de vulnerabilidad y riesgo de exclusión social notable: el 70% de los habitantes de Cañada son extranjeros o de etnia española gitana; el 78,5% no tienen estudios o sólo hasta primaria, más del 35% está en paro y el 42,8% no dispone de ningún ingreso.

Además, y como suele ocurrir, la injusticia se ceba con la infancia y los jóvenes. La población de Cañada es muy joven: hay un 16% de niños menores de 4 años y un 38% de menores de 15, unos porcentajes que se alejan significativamente de las medias de sus territorios de referencia, como el propio municipio de Madrid y sus distritos de Vallecas y Vicálvaro, Coslada o Rivas Vaciamadrid, donde dichas tasas se sitúan por debajo del 7,4% y del 20,8% respectivamente. Se añade un nivel de escolarización muy bajo, del 54,4% (es decir, poco menos de la mitad de la población en edad de escolarización obligatoria no asisten a las aulas), una cifra que, lejos de atajar la transmisión intergeneracional de la pobreza y la desigualdad, coadyuva a reproducir en estos niños y jóvenes la situación de vulnerabilidad de sus padres.

Hay muchas Cañadas en nuestras ciudades, y muchas más a nivel planetario. La búsqueda de justicia espacial no sólo significa que todos tengamos acceso en igualdad de condiciones a los recursos urbanos (centralidad urbana, vivienda, equipamientos, servicios…). También es necesario codificar y defender la justicia espacial y el derecho a la ciudad, lo que requiere incluir en la construcción urbana a la ciudadanía, priorizando los criterios de necesidad sobre los de competitividad. O como señala David Harvey, urge ejercer “el poder colectivo para remodelar los procesos de urbanización».

(*) Casilda Cabrerizo Sanz es Geógrafa disidente y casual colaboradora de Enclave

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