Por Lorena Cabrerizo Sanz (*)
El riesgo es una realidad ineludible en la vida de las personas en situación de pobreza. Tal y como metafóricamente lo expresan los autores de Repensar la Pobreza (Banerjee y Duflo), gestionar la pobreza es como gestionar fondos de alto riesgo, con la diferencia de que, en el primer caso, las personas responden completamente de sus pérdidas, sin disponer de un respaldo político e institucional que les ayude a escapar de la llamada “trampa de la pobreza”. Los catástrofes naturales, las fluctuaciones de los precios o la incertidumbre de los mercados afectan inexorablemente a los ingresos esperados y al acceso a una alimentación adecuada. Además de estos factores, hay otras fuentes de riesgo que deben gestionar las personas en situación de pobreza, como la salud, la violencia política, la delincuencia o la corrupción, y que condicionan igualmente sus posibilidades de mejora, e incluso sus expectativas y esperanzas de alcanzar una vida digna.
¿Cómo combatir la pobreza, uno de los mayores riesgos globales que a diario amenaza la existencia de tantas personas a lo largo y ancho del mundo y que es condición necesaria para un desarrollo sostenible? Desde el plano privado, aumentar los ingresos, alimentarse mejor, practicar la prevención sanitaria como la vacunación o la potabilización del agua, creer en la educación de los hijos como palanca de cambio o pensar en cómo superar la transmisión intergeneracional de la pobreza son decisiones que están en buena medida condicionadas por una serie de elementos como la falta de acceso a información fiable, las creencias culturales o la racionalidad económica más básica que indica que las personas somos más propensas a usar aquello por lo que hemos pagado mucho, juzgando la calidad por el precio. Además, y tal y como la investigación en psicología ha demostrado, la “inconsistencia temporal” también juega un papel decisivo a la hora de tomar decisiones. Este concepto refiere a la inclinación natural a posponer los costes de hoy, por pequeños que sean, a pesar de las ventajas futuras que puedan suponer, y nos impide, en muchos casos, pasar de la intención a la acción.
Desde el plano público, la falta de disponibilidad y acceso a sistemas de salud y educación públicos y de calidad, a empleos estables, o incluso a instrumentos financieros como el crédito, el ahorro o los seguros que ayuden a incrementar la rentabilidad de sus pequeños negocios, son parte del entorno de riesgo en el que vive actualmente más del 14% de la población mundial según cifras del Banco Mundial. Muchas de las instituciones de estos países arrastran estructuras colonialistas por lo que siguen concebidas para el beneficio de las élites locales. La corrupción generalizada, la falta de rendición de cuentas, la desmotivación o el absentismo de los empleados públicos configuran un escenario institucional en el que las políticas y programas de ayuda, por bien diseñados que estén y persigan el interés general, difícilmente alcanzarán los resultados que se proponen. La políticas y programas de ayuda se pueden diseñar con objetivos loables, pero si no se consideran las condiciones que operan sobre el terreno donde se van a implementar, están abocadas al fracaso.
La pobreza es por tanto, un riesgo global que se retroalimenta de otros riesgos que amenazan los bienes públicos globales, como la justicia social, el medio ambiente, la paz y seguridad, la salud global, el control financiero o la cultura y conocimiento. Tal y como se indica en el informe del Secretario General de Naciones Unidas sobre la Agenda de Desarrollo Sostenible, “el año 2015 ofrece una oportunidad única para que los dirigentes mundiales y personas pongan fin a la pobreza y transformen el mundo a fin de atender mejor las necesidades humanas y la necesidad de transformación económica protegiendo al mismo tiempo el medio ambiente y garantizando la paz y el disfrute efectivo de los derechos humanos”.
¿Se podría entonces considerar la Agenda Post 2015 un principio de “política interior global”, tal y como la define Ulrich Beck? Según este sociólogo alemán, los riesgos globales suprimen fronteras y categorías e instauran, incluso contra nuestra voluntad, una política interior global en la que el otro ha comenzado a ocupar de facto el centro de nuestras vidas. El mundo se ha convertido en el horizonte de referencia, en el espacio de nuevas desigualdades y posibilidades de acción en el que, ante la globalización del capital y el riesgo, las medidas adoptadas a nivel nacional están condicionadas por el mayor o menor margen que concedan los acuerdos globales. Según esto, política interior global significa la lucha por instrumentos políticos más complejos como políticas nacionales coordinadas, acuerdos bilaterales y multilaterales, instituciones trans- y supranacionales, fundaciones privadas o redes de la sociedad civil. Cabe preguntarse entonces si esta pluralidad de hilos y tejidos de (inter) dependencia constituye un medio adecuado para afrontar la presión integrativa de una economía que se globaliza y la ampliación de los derechos humanos, aún cuando los riesgos globales agudizan la oposición entre Norte y Sur, entre ricos y pobres, entre países en vías de desarrollo y países avanzados.
¿Cómo puede crearse una comunidad global que funde nuevas posibilidades de entendimiento y acción? Una posible respuesta es la Agenda post 2015 en donde, por primera vez, se ha ampliado el campo de acción del debate y la participación a todos lo estados de las Naciones Unidas así como a actores e instituciones de la sociedad civil. Pero, tal y como nos advierte Martínez Oses, los gobiernos y demás actores que no diseñen e implementen sus políticas desde un enfoque basado en los derechos de las personas, difícilmente contribuirán a que la nueva Agenda constituya un acuerdo o política global con capacidad para hacer algo mejor la vida de todos, especialmente la de las personas más vulnerables.
(*) Lorena Cabrerizo Sanz es cofundadora de Enclave.